viernes, 25 de septiembre de 2009

Malditos bastardos






Malditos bastardos, de Quentin Tarantino







Si Malditos bastardos fuese la primera película de un joven director, creo que todos nos habríamos alegrado al descubrir una nueva promesa. Pensaríamos que está un poco verde y desearíamos que pronto alguna productora le diese la oportunidad de desarrollar su talento y realizar obras más maduras.

Pero es que no estamos ante un principiante con posibilidades. Todo lo contrario. Se trata de Tarantino, el que entusiasmó a una generación, el que firmó una obra maestra en 1992 y otra en 1994, el que no tiene más que insinuar que tiene ganas de hacer una película e inmediatamente le llueven millones para financiarla. Los que nos ilusionamos con él hace quince años esperábamos algo más. Y me temo que tendremos que seguir esperando.

No es que Malditos bastardos sea una mala película, es que no es estrictamente una película. Parece más bien una sucesión de escenas, algunas geniales, otras innecesarias, muchas excesivas, todas incoherentes entre sí. Es cierto que los primeros cinco minutos son antológicos y que el final es un alarde de lenguaje cinematográfico, pero la cinta en conjunto no tiene ni ritmo, ni tono, ni conexión narrativa. Da la sensación de que Tarantino y su equipo se dedicaron sencillamente a divertirse rodando fragmentos, sin preocuparse del resultado general.

Aun así, vale la pena verla. Primero, porque a cualquier aficionado al cine le interesará conocer lo que hace Tarantino. Segundo, porque la película tiene rasgos de genialidad que no se ven todos los días. Y tercero, para disfrutar la espléndida interpretación de Christoph Waltz en el papel de Hans Landa, el “cazajudíos” políglota. El personaje es tan personal, tan fascinante y tan carismático que eclipsa al resto del reparto, incluido Brad Pitt. Muy merecido, en mi opinión, el premio al mejor actor que acaba de recibir en Cannes. Es pronto para hacer la quiniela de los Óscar, pero me atrevo a apostar que estará entre los nominados.

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